¿Quién de niño no escuchó el chiflido del afilador sin que su melodía lo llenara de misterio y fantasía? Con su flauta de raro y armonioso sonido recorría el barrio ofreciendo reparar los mellados cuchillos y las gastadas tijeras que las amas de casa guardaban celosamente en el cajón de la alacena hasta que pasara «el afilador», un señor por lo general mayor, que se transportaba en una bicicleta adaptada para cargar los elementos de trabajo: un esmeril mecánico con una piedra de afilar que giraba impulsada por la fuerza y la precisión de los pedales de la bicicleta.
Oficio tan antiguo (data del siglo XVIII) como noble, hasta que llegaron los pícaros estafadores que con el cuento de la «confusión» atrapan a quienes confían precisamente en la nobleza de aquel afilador a quienes les entregaban con los ojos cerrados los más preciosos tesoros de su cocina.
Desde hace unos años comenzaron estos usurpadores de un hermoso oficio a recorrer barrios y ciudades en busca de sus presas, ofreciéndoles afilar sus tijeras por 200 pesos, pero al momento de pagar alegan que el cliente se confundió, escuchó mal, etc., el caso es que ahora el precio es de 20 mil pesos.
Este episodio se repite nuevamente en las calles de los barrios de Avellaneda. Tal es el caso de una vecina de Villa Dominico a quien el pseudo afilador ofreció afilar y pulir un par de cuchillos por la módica suma de 800 pesos, pero al momento de pagar, la cifra se convirtió en ¡21 mil pesos! Suma que la señora no tenía, pero fue tanta la insistencia del estafador, que la atemorizada vecina en una décima de segundo vio pasar ante sí una película de terror, donde el afilador y su acompañante la amenzarían con sus cuchillos, empujarían la puerta con violencia, entrarían a su casa, matarían a su perro, desvalijarían su casa…
Sola ante dos energúmenos que a toda costa querían cobrar los 21 mil pesos, amenazándola y atemorizándola, juntó todo lo que tenía en la casa y terminó entregándole 10 mil pesos para que se fueran lo más rápido posible de la puerta de su casa.
Lamentablemente, no son momentos para hacer negocios con gente desconocida, ni siquiera con la intención de ayudarlos a llevar el pan a su mesa. Hay que estar alerta y no dejarse llevar por el aspecto, la precaria bicicleta, o su carita de bueno.
Hasta este extremo nos llevan estos sinvergüenzas que se aprovechan especialmente de las mujeres de la casa -si son mayores mejor- y cual modernos y siniestros flautistas de Hamelín atraen a sus presas emulando a «El Afilador», un laburante callejero honrado y confiable.
marta portilla/diario La Calle